Se frotaba las manos una y otra vez cuando estaba nervioso, o cuando la ansiedad lo invadía cada vez que su persona era el centro de atención, lo hacía sin darse cuenta y muy rápidamente, casi casi como un tic. No podía comer en sitios públicos, le daba vergüenza, me lo confeso una noche en que llovía. Se iba a los baños en la hora del almuerzo y engullía sus alimentos, la privacidad de los sanitarios, le daba un exquisito plus a esta necesidad básica. Tenía una manía singular, en ceremonias o eventos, cuando los aperitivos estaban dispuestos para sus comensales, el cogía unos cuantos, sin que nadie lo viera, aunque no tenía necesidad de hacerlo. Era bajito y regordete, y tenía unos pequeños ojos, azules, vidriosos. Su boca era pronunciada, parecía una trompeta encarnada en la zona inferior de su rostro. Los gruesos cabellos le invadían brazos y cuello. Pero eso sí, el viejo era un cabrón, llegaba por detrás de las enaguas gigantes de la servidumbre, y las follaba sin pedir permiso y sin decir adiós, algunas renunciaron espantadas, jurando que la casa estaba embrujada, algunas siguen trabajando sin recibir paga. Un día el viejillo se sintió tan cómodo parado en la cabecera de su cama, y presagiando una lluvia próxima se dispuso a cagar sobre el tubo que le servía de base y hasta el día de hoy la mancha sigue intacta sobre el tubo de la cabecera de la cama donde se encuentra usted acostado, si, ándele, esa es.
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